El caballero del castillo de Ronayne, en Irlanda, muy cerca de Cork, tenía un hijo de poca edad, que era sin disputa el niño más hermoso del condado.
El día que el niño cumplió siete años desapareció del castillo de manera misteriosa. Su padre prometió una buena recompensa a quien averiguara su paradero, pero todo fue inútil.
Una tarde, Robín, un forjador que vivía en una cueva cerca del castillo, quedóse dormido junto a la fragua. De pronto apareció delante de él, montado en un caballo blanco, un niño vestido de paje, que le contó que era el hijo del caballero de Ronayne y que estaba al servicio del gigante MacMahon. Aquella noche terminaba su servicio, y si él iba a buscarle, estaría libre para siempre. Para que no pudiera dudar de que no era un sueño lo que sucedía, el niño ordenó a su caballo que diera una coz a Robín, quien al despertar descubrió que, en efecto, tenía en la frente la marca de una herradura.
Al llegar la noche, Robín se fue en busca del barquero O’Rey, a quien pidió que lo condujera en su barca hasta las Escaleras del Gigante, prodigiosa gradería de granito que nacía a la orilla del río y que, según creencia popular, fue construida por el propio MacMahon en tiempos de Fingal, el héroe. Al llegar allí, O’Rey amarró la barca y se tumbó en ella para esperar el regreso de Robín, quien desembarcó en busca de la entrada del palacio del gigante, que sólo se mostraba a quien la buscaba a medianoche. Por fin pudo dar con ella y entró resuelto, encontrándose en un largo pasillo, que recorrió, perseguido por un sordo clamor que acompañaba sus pasos.
Llegó, por último, a una amplia cámara, donde estaba sentado el gigante, que le preguntó quién era y qué quería. El forjador le dijo su nombre y el motivo de su visita. Sabía que Felipe Ronayne terminaba aquella noche sus servicios y venía a buscarle. El gigante le llevó a una cámara donde había centenares de niños, todos vestidos de igual manera, todos de la misma edad y tan parecidos que era casi imposible distinguir uno de otro. Dijo al forjador que sólo le entregaría al hijo del caballero de Ronayne si sabía reconocerle entre todos aquellos.
Robín se vio en un serio apuro, porque apenas si recordaba la cara del niño que se le había aparecido aquella tarde montado en el caballo blanco. Lo único que se le ocurrió fue descubrir su frente para hacer bien visible la marca de la herradura y pasar despacio por delante de cada uno de los muchachos. Todos, al ver la marca, se reían del herrero, hasta que uno de ellos dijo, sorprendido:
-¡Tú eres Robín, el forjador!
En el acto, Robín tomó al niño en sus brazos y echando a correr por el pasadizo por donde había llegado, gritó al gigante que aquél era el niño que él había venido a buscar. A medida que corría, el palacio iba derrumbándose tras él con gran estrépito. Se oían gritos de horror y el estruendo del derrumbamiento era cada vez mayor; pero Robín seguía corriendo con el niño en brazos. Por fin no pudo más, y cayó desvanecido.
Al amanecer, despertó, y hallóse tumbado al pie de las Escaleras del Gigante. Bien apretado en sus brazos tenía al hijo del caballero de Ronayne, que dormía plácidamente. También O’Rey, el barquero, dormía en su barca, sin haber oído nada de cuanto había ocurrido aquella noche.
Francisco Caudet Yarza, Antología de leyendas universales, pág. 129